lunes, 6 de abril de 2015

CARLOS PRIETO, UNO DE LOS GRANDES VIOLONCHELISTAS DEL SIGLO XX, SENTÓ CÁTEDRA EN LA BASÍLICA DE LLANES

 


Historias de un violonchelista

HIGINIO DEL RÍO PÉREZ

(Diario LA NUEVA ESPAÑA, 6 agosto 2002)

Gracias a los oficios de Luis García San Miguel, catedrático emérito de la Universidad de Alcalá de Henares, el violonchelista y escritor mexicano (de padre ovetense) Carlos Prieto ha ofrecido un concierto en Llanes. El reconocido músico, del que un crítico afirmó en “The New York Times” que “no conoce limitación técnica alguna”, se presentó de un modo insólito: no habló de sí mismo ni de las obras que se disponía a interpretar, sino del instrumento que le acompañaba: un “Stradivarius”, del que no se separa desde que lo compró hace veinticuatro años. Los triunfos que cosecha junto a renombradas formaciones sinfónicas del mundo no distraen a Prieto del desafío personal de investigar y desvelar la historia de la joya que posee.

Fabricado en Cremona (Italia), en 1720, el cello había llegado a Cádiz en 1786. El Viernes Santo del año siguiente, en la iglesia gaditana de la Santa Cueva, formó parte de la orquesta que estrenó con carácter mundial la obra “Las siete palabras de Cristo”, de Haydn. Un británico lo adquirió en 1818, y décadas después llegó a Alemania, a manos del judío Francesco Mendelssohn, descendiente del compositor hamburgués Felix Mendelssohn-Bartholdy. Con los nacionalsocialistas en el poder, y pese a que Goebbels le concedió el título de “ario honorario”, Francesco decidió abandonar el Reich en 1935. Pero una circunstancia sentimental le retenía: el instrumento, considerado un bien nacional, no podía salir. Se traslada entonces a vivir a una pequeña localidad sureña de Baden-Württemberg, a siete kilómetros de Basilea, donde le vendrá dada la ocasión de participar en veladas musicales, invitado por una familia alemana refugiada en Suiza. Como no podía llevar el “Stradivarius”, planea una estrategia: compra el peor violonchelo que encuentra, y pasa el control de fronteras sin problema; los papeles están en regla, y lo que lleva a la espalda, dentro de una funda raída, parece valer menos que una llanta de la bicicleta que monta. Al cabo de treinta idas y venidas, comprueba con esperanza que su cello ha dejado de tener interés para los policías fronterizos nazis, y va y viene sin que le registren. Por ello, resuelve cruzar la próxima vez con el “Stradivarius”, y lo consigue.
Establecido en Nueva York, Mendelssohn tocaría en orquestas de prestigio. Remataba sus conciertos con buenas cogorzas, y en una de ésas, el cello por poco termina triturado en el camión de la basura, olvidado en la acera mientras su dueño intentaba atinar con la llave en la cerradura de su casa de la Calle 62. (Cuando lo adquirió en 1978, Prieto tuvo la feliz idea de ponerle nombre de mujer, “Chelo Prieto”, para ahorrarse en los vuelos los engorrosos trámites que acarrea reservar billete para un voluminoso instrumento de madera noble; curiosamente, la acumulación de kilometraje y la condición de viajero de la tercera edad -Miss “Chelo” va camino de los trescientos abriles- suponen hoy sustanciales descuentos en cada viaje...).
Después de su ameno relato, Prieto bordó en el presbiterio de la Basílica de Santa María de Llanes una suite de Bach compuesta en 1720 -el año del nacimiento del aventurero violonchelo-, ante un público poco habituado a este tipo de conciertos, pero embelesado ¡Tenían que haberlo visto los responsables de Cultura de las comunidades autónomas, frustrados “Merlines” en la búsqueda de la receta mágica para popularizar la música clásica! El virtuoso mexicano dió toda una lección de didáctica musical, como nunca se había visto por estos pagos.

Basílica de Santa María de Llanes