domingo, 29 de junio de 2014

PANCHO MARTÍN, EN PANCAR, ENTRE ARBITRIOS, PÁJAROS Y CUERDAS DE GUITARRA

Francisco José Martín Quintana
(1918-1994)

Pancho trabajaba en Arbitrios, un servicio municipal cuyo mascarón de proa era la casetuca plantada junto a un plágano entre el “Bar La Gloria” y la estación. El día de mercau, aquella instalación de ladrillo encalado quedaba varada en medio de una marea de viajantes de comercio, aldeanos con el paraguas sujeto en la parte trasera del cuello de la gabardina, y paisanas cargadas de cestos con pollos y bolsas de tela henchidas de jabas, que bajaba del tren arremolinada en un alegre murmullo. Los martes arribaban también las remaqueras a vender cosas a la Plaza, y había que estar atento para que ninguna de ellas dejase de pasar por el fielato, a declarar lo que traían y pagar la tasa correspondiente. El jefe de la oficina que controlaba la entrada de mercancías era José Antonio García González (un buen cazador, al que llamaban “el Furtivu”, o “el Furti”), con despacho en el Ayuntamiento, y con él estaban Pepe Villar Rojo (su segundo) y Tanín, ambos de Poo. Ocupaban la caseta los hermanos pancarinos Tono y Pancho Martín. (… /…)
El entorno del “Bar La Gloria” tenía algo de página del “género chico”, a la que sólo faltaba poner música de Federico Chueca. Mucho antes de que Pancho y su hermano empezaran a trabajar en Arbitrios, aquella caseta puso firme a más de un cristiano. En los años veinte, por ejemplo, Luis Díaz Cantolla (el de la “Relojería Moderna”, sucesor de Celestino Quesada, en la Calle de la Calzada), que traía un jamón serrano, se enrabietó cuando le dijeron lo que tenía que pagar por pasar el embutido. “¡Que qué! ¿Con que sí? ¡Como hay Dios que me lo como aquí mismo!” El impuesto ascendía a casi tanto dinero como lo que le había costado el jamón, así que, ni corto ni perezoso, sacó una navaja y decidió zamparse el embutido él sólo, corta que te corta al lado del andén, antes que soltar un real al erario público. (…/…)
En pleno transcurso de la Segunda Guerra Mundial, funcionaban en el Cuetu varias panaderías de estraperlo. Las remaqueras cernían por los mercados y compraban productos básicos para revenderlos en otros sitios a un precio un poco más alto. Pancho siempre tuvo buen corazón, y con las que estaban más necesitadas hacía la vista gorda. La posguerra duró lo suyo, y seguía presente la amargura de las carencias en muchos hogares. Por la noche, se deslizaban al “charrangue” sombras por entre las vías y vagones del tren, y en diciembre, el Gobierno Civil de la provincia y el Ayuntamiento promovían una “Campaña de Navidad”, para aliviar las necesidades de las familias humildes.
En la casetuca se precintaban las chapas de las matrículas de las bicicletas y de los carros. Era como una torre-vigía del alfoz y una ventana privilegiada al paisaje de gentes en tránsito que emergían alrededor del ferrocarril. Allá iba Felisa “la Colilla”, con un cesto lleno de pescado para venderlo por las casas:
-                  “¡Traigo cornudos fresquísimos! Mire, señorita, guapísima, cómo colean. ¡Cómpremelos, requetesalada!”.
En la galería de una mansión señorial del centro de la villa, una damita poco agraciada se asomaba con un mohín de desprecio:
-                  “No queremos cornudos. No insista usted, Felisa, que ya sabe que los cornudos no nos gustan”.
Y entonces, a Felisa –una de las llaniscas inolvidables- se le subía la adrenalina al moño y daba un giro de ciento ochenta grados a su discurso, mientras acomodaba con remangu la cesta sobre el rueñu y seguía su camino:
-                  “¡Valiente rancia! Bastantes cornudos tenéis ya vosotras en casa. Me cago hasta en la puta tu madre... ¡No te amuela!”.

Allá bajaba también José Villar Villar, “el Mayorazu” de Porrúa, camino del despacho de Santiago González de la Fuente, don Santiaguito:
-                  “¡Hombre, ‘Cacharrín’! ¡Buenos días!”, saludaba “el Mayorazu” al entrar en el bufete de la Calle Nueva.
A “Cacharrín”, que trabajaba como pasante del abogado, no le gustaba que le llamaran así, y protestaba:
-                  “¡Ni ‘Cacharrín’, ni ocho cuartos! ¡Me llamo Manuel Romano Mendoza!”.
-                  “¡Pues el que te puso el mote, que te lu quite, ‘Cacharrín’, que yo bastante hago con caltenételu!”, respondía “el Mayorazu”. (… / …)

“VESPA” Y “CURRITO”

El padre de Pancho, Antonio Martín, había emigrado a México, aunque no con excesiva fortuna. A su regreso abrió una zapatería frente a la Plaza Mayor (años veinte), y suplió la falta de existencias (apenas tenía una docena de pares de zapatos) a base de ingenio y de un instintivo sentido del “marketing”: compró muchas cajas de calzado vacías y las colocó en las estanterías y en el escaparate, para que los clientes percibiesen la abundancia que se le presupone a cualquier “indiano”.
Antonio Martín era alto y usaba cachaba, boina y abrigo. Trabajaba de viajante. Una de sus representaciones era la de la firma navarra o vasca “Lampreabe”, que hacía chirucas, corizas, chanclos y madreñas de goma, nada menos (a Antonio, por este motivo, también le pusieron un mote: “¡Ahí llega ‘Lampreabe’!”, decía la gente). Otra, la de una fábrica de embutidos de Noreña. Contaba chistes y cosas que a los críos nos fascinaban. En “La Pilarica”, la tienda de ultramarinos que tenía mi madre en la Calle Mayor, uno de los “números” más brillantes de Antonio era cuando sacaba el pañuelo, lo ponía sobre su mano izquierda, cerrada en un puño, colocaba unos ojos postizos entre los dedos, y lo que allí veíamos, talmente, era la cara de una vieja desdentada, un muñeco de guiñol. Entre col y col, nos dibujaba un gochín, con el rabu en espiral, o “un seis y un cuatro, la cara de tu retrato”, que nunca se nos olvidaría.
Los críos de entonces no estábamos contaminados por las televisiones y los videojuegos. Eramos probes, pero seguramente más felices con nuestros calzones recosidos y nuestras pistolas de restañones. Privados aún de la alta tecnología digital, de aquélla reinaba una gozosa inocencia sobre las primaveras, los veranos, los otoños y los inviernos de nuestra Arcadia: había inocencia al “torear” las olas en el Sablín; la había igualmente al ir a manzanas, a cámbaros y a grillos; al sacar los domingos una entrada de “gallineru” en el “Benavente”; al jugar al escondite en la Callejina de las Brujas; al intercambiar cromos de “Chocolate La Cibeles”; al rebuscar libros “con santos” (ilustraciones) en la librería de Joaquina García, donde está ahora Rosa Rozas, en la Calle del Castillo; al jugar a las canicas en el muelle, cerca de la tertulia de “la Carrilana”; al bailar el “Musulmé” al pie de la Rula; y al recoger en la iglesia, cada 6 de enero, el juguete de cartón que nos habían dejado los Reyes a los de la catequésis... Cuando se oían truenos y se iba la luz, los sabios y respetados abueletes que teníamos alrededor –Antonio Martín, “verbi gracia”- nos contaban los mismos cuentos que les habían contado a ellos de chicos: “Los angelinos están jugando a los bolos. No os preocupéis”. Cuando llovía, había también una explicación convincente: “Hoy a los ángeles les dio por mear”. Y en vísperas de la Epifanía, divisábamos en el Cuera las hogueras de la comitiva de los Reyes Magos, que se iba acercando a la villa, oíamos los relinchos de los camellos y poníamos en la ventana una jarra con leche...
Pancho poseía una “Vespa” y un perrín negru muy listu -“Currito”-, que le hacía recados (le iba a buscar el periódico). En la moto, el can iba más ancho que un pachá, y cuando le hablaban atendía como si lo entendiera todo.
Pancho alternaba con muchos parroquianos, que se acercaban a él atraídos como por un imán. Uno de aquellos compañeros de ingenuo hedonismo era Miguelín Purón. Con Miguelín iba de juerga unas veces en la “Vespa”, y otras los llevaba a los dos por ahí Luis Dosal “el Pierce”, un taxista de Boquerizu que no tenía nunca prisa al volante, a bordo de un “Fiat” matriculado en el año 1902 (un vehículo que duraría, tan guapamente, hasta 1952).
Pancho era simpático, generoso y respetuoso, y supo disfrutar de los pequeños placeres de la vida: el bosque, el canto del cericu, la música, las truchas, las tertulias, las caminatas, la buena mesa ... (… / …)
Igual que Schweyk, el personaje de Brecht, había sido sorprendido en medio de una tormenta fratricida (en la Guerra Civil estuvo primero en las filas republicanas, en el frente de Oviedo, y luego con los nacionales en las batallas de Teruel, y regresó del frente muy enfermo). Pero aquéllo fue sólo un paréntesis en la aventura placentera de su vida, a lo largo de la cual desplegó una personalidad polifacética y bohemia. Fue pescador de río y cazador; guitarrista y profesor de guitarra, taxidermista (hasta que le denunciaron y tuvo que dejarlo), micólogo y ocasional concursante del tiro al plato en Malzapatu; participó en partidas contra los lobos; embadurnado de betún, hizo de “Baltasar” en la Cabalgata de los Reyes Magos (experiencia de la que le quedaría el recuerdo de la meada de un críu al que cogió en brazos); y también fue montañero, y como tal protagonizó una hazaña: el 17 de junio de 1949, Antonio “el Santu”, Domingo Muñoz, de Posada, y él, teniendo como guía al cabraliegu Alfonso Martínez Pérez, emprendieron desde Camarmeña la escalada al “Naranjo de Bulnes”, y consiguieron coronarlo nueve horas y media después. Fueron los primeros llaniscos en alcanzar la mítica cresta.

LA GUITARRA A CUESTAS

Unos gitanos le habían enseñado a tocar la guitarra. Tras regresar de la Guerra, aprendió algo de Solfeo durante una prolongada convalecencia. Luego, hasta que los dedos perdieron agilidad, fue maestro de muchos rapaces que querían ser guitarristas. (… / …)
En 1963, llegó a sus oídos que un muchacho de origen poíco, Manuel López Monteserín, que acababa de superar en Madrid el sexto curso de Guitarra, estaba de vacaciones en Poo. A Pancho le faltó tiempo para ir a conocerle, e hicieron enseguida buenas migas. Interpretaban a dúo obras de Fernando Sor, Carulli y Tárrega, en el salonín o en la terraza de la casa de Pancar, dependiendo del tiempo. Por aquella época, Pancho acudía al Palacio del “Coju de la Guía” a dar clases particulares a Sisita Saro y a Teresa Ramallo, prima de aquélla. Llevaba en la moto a Monteserín, y en el gran salón de “Villa Vicenta” tocaban juntos ante la atenta mirada de Sisita y de su madre. Allí nacería el noviazgo entre Sisita y Manuel Monteserín, que luego contraerían matrimonio. Monteserín –un notable artista pintor- acabó decantándose por el violín, y fue entonces cuando se improvisaron en casa de Pancho dúos, e incluso tríos, con la participación de Paco Armas, repasando partituras de Corelli entre pájaros disecados. (A disecar animales se puso Pancho en serio a raíz de que Tinín “el de La India” le regalara un manual de taxidermia, editado por el “Instituto Jungla”. Al cabo de un tiempo era corriente ver cómo la gente le llevaba a la caseta del fielato pájaros y alimañas para que los hiciera eternos, y él mismo fue coleccionando poco a poco docenas de piezas, que parecían estar vivas). 

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