viernes, 11 de enero de 2013

PEDRO EL SORDU, UN LLANISCU PARA LA HISTORIA

Fotografía de
Pedro Pérez Villa
hecha por
Cándido García
en 1916



GOLPES DE MAR


Por Higinio del Río

Pedro Pérez Villa era el mayor de ocho hermanos, todos los cuales, menos él, nacieron en Llanes: Julián, que tocaba el tambor en la Banda de Música, se casaría en Vidiago; Angel, en Cue; Antonio, en la villa; Pelayo, guardia civil, participó en la Guerra de Cuba y falleció muy joven al poco tiempo de regresar; y había tres hembras: Blanca, Concha y Serafina (ésta última, Fina, que vivió y murió en Nueva, estuvo casada en primeras nupcias con un miembro de la Benemérita; cuando enviudó, se casó con don Hilario, también viudo, que era jefe de la prisión).
Pedro había nacido en Ribadesella, pero le trajeron en pañales a Llanes, adonde vino destinado su padre, un guardia civil colungués. La madre, Concha Villa, también natural de Colunga, era conocida como “la Pelaya”. Corría el año 1877 cuando el matrimonio se trasladó a vivir a la villa llanisca con su hijo. El alcalde de Llanes era Román Romano Mijares y el cuartel se levantaba junto a unos prados, en el solar que ahora ocupan las viviendas sociales de los marineros en el Barriu. De “la Pelaya” heredó Pedro la afición a pescar. En aquella época, en la zona de Colunga y Lastres solían mariscar las mujeres. Tanto en La Isla, primero, como en el Faro, Toró y Portiellu, después, “la Pelaya” destacó como pescadora de roca. Empedernida fumadora, que liaba el tabaco en hojas de maíz, llevaba con ella a su primogénito, cuando éste tenía diez o doce años, y siguiendo el ciclo de la vida, Pedro haría lo mismo años después con su hija mayor, María.
Pedro se casó con Aurora Bernot en 1906. El banquete de bodas se celebró en el restaurante de la Estación, que acababa de abrirse al público. El matrimonio se fue a vivir al Barriu Bustillo, a una casa heredada por ella. Era una casa como de juguete. Aún se conserva en una esquina de la calle Marqués de Argüelles, junto a un establecimiento de alquiler de trajes de aldeana. La había construído su suegro, de quien la heredaron. A medida que nacían sus hijos, Pedro iba agrandando “el nieru” como podía (levantó un piso e hizo la galería). La “Tía Ángela”, suegra del marineru Gerardo, el de “La Menta”, era la partera de Llanes más caracterizada. Todos los hijos que tuvo Aurora los sacó a la luz la “Tía Ángela”, quien, al cortar el cordón umbilical y coger por los pies a cada naciatu, siempre daba a la criatura unos suaves azotes en el culete y cantaba aquéllo de “que soy de La Guía, de la Guía soy...”, como si estuviera transmitiendo un código vital.
La escalera de madera, en un hueco increíble, se la hizo su amigo Simón Valderrábano Escandón (San Vicente de la Barquera, 1882-Llanes, 1974), que fue sin duda uno de los mejores ebanistas llaniscos del siglo. Enclavada sobre las rocas, por la parte de atrás daba al Riveru, y al acostar a los críos se oía en ella cada noche con diaria puntualidad la exhortación que pronunciaba todo quisqui en las viviendas que se asomaban a la ría: “¡Venga! ¡A mear y pa la cama!” (El muelle hacia la Tijerina no se haría hasta los primeros años de la década de los treinta).


PULIENTAS, REMIENDOS Y ROPA TENDIDA

El Barriu era un ámbito de supervivencia, de pies descalzos, de menú de pulientas, remiendos y ropa tendida, de casas modestas y gente alegre pese a todo. En la casa de al lado (en la que hay ahora una pizzería y una peluquería), en la planta baja, vivían los Camarás -la familia compuesta por Ramón Batalla, su mujer, Esperanza Díaz, y una prole de veintitantos hijos-; en el primer piso, don Basilio Villanueva, un ex combatiente en la Guerra de Cuba y teniente de Carabineros retirado, que dirigía el grupo de los exploradores llaniscos y vivía con su esposa y su único hijo; y en el segundo, “las Maestrinas”, que daban clases particulares. Después de que fallecieran don Basilio y los suyos, ocuparía ese primer piso la familia de María Asueta “la Peca”.
Por el día Pedro trabajaba en lo suyo, y de noche pescaba. Era de poco dormir. Con tres o cuatro horas se apañaba. A la luz de la luna, iba andando desde San Antón por toda la costa hacia el Castru de Ballota, y al llegar a Cue daba un silbido muy fuerte para avisar a Angel. Juntos sacaban de la mar una abundante cosecha de lubinas, xáragos y rodaballos que al alba se repartían a partes iguales.
En el paisanaje de Llanes, ahora tan uniformizado y sin aristas, resulta cada vez más escasa la especie de “tipos célebres”, gente verdaderamente querida por sus vecinos, a la que pertenecían tanto Pedro “el Sordu” como su hermano Ángel, albañiles ambos. Ángel, que tuvo un accidente al caer de un andamio en una casa de la calle Nueva y quedó inútil de un brazo, tenía buena labia y era dado a soltar discursos y mítines en la “Puerta del Sol”, en “Casa Angel” y en las fiestas de San Antonio sobre “la atmósfera que nos rodea”, acompañado de una inseparable perrina peluda, de nombre “Tora”, a la que ponía una pipa, las gafas de leer y una boina. Él y su mujer, Blanca, tuvieron un bar en Cue, donde paraban Pedrito Galguera, Pepete, Miguelete y lo mejor de cada casa. Simpático como él solo, uno de los días más memorables de su existencia fue cuando el aviador Catoira le invitó a dar una vuelta en avioneta. Más contento que unas castañuelas, Ángel tuvo ocasión de vestirse con el equipo completo de piloto, incluido el paracaídas, para hacer realidad uno de sus sueños más acariciados. El momento era tan glorioso para él que al llegar a tierra no quiso cambiarse de ropa.
- “¡Quítateme de aquí, que vienes borrachu y encima vestidu de payaso!”, le increpó Blanca cuando él se acercó a casa para impresionarla, de la que bajaron de la Cuesta. Angel no se encogió por esta falta de comprensión. ¡Menudo era él! Con la pipa en la boca, la gorra con orejeras, las gafas de vuelo, los correajes, la cazadora de cuello piel de conejo y todo lo demás, Pelayo se paseó por la villa. Con aire de héroe de la RAF entró en varios bares e incluso fue vestido de esta guisa al Benavente, donde echaban una película bélica. En el descanso, si no le llegan a parar sus amigos, improvisa desde el anfiteatro uno de sus encendidos mítines. Aquella noche se vieron negros para que se desprendiera de la ropa militar...


"SOMOS PROBES, PERO TENEMOS BUEN PALADAR"

Pedro “el Sordu” no probaba el pescado, ni el marisco, y cuando la economía lo permitía, se tiraba a la carne, que era cosa de ricos. “Somos probes, pero tenemos buen paladar”, se le oía decir en familia. La mitad de lo que pescaba se lo quedaban. Lo otro lo vendían sus hijas María y Pilar por las casas, y los cuartos que sacaban eran para comprar el martes en el mercado un pollo y una manteca grande, con la que hacían tortillas de manzana. Era muy lambión. Le gustaba mucho la compota de pera y bailar el pasodoble. Nunca echaba juramentos.
La mar aún no estaba herida de muerte como lo está hoy por causa del hombre, y había una gran abundancia de todo. A “la cabezona”, en la zona de la Rula, algunas noches iba Pedro con su hija mayor a anguilas, que sólo se comían en dos casas de la villa: en la de Pedro el Sordu  y en la de Alfredo Martín, “el Roxu” del Juzgado. Por la “Punta del Guruñu”, cogía centollos a esgalla. Una parte los vendía su hija María, ya cocidos, a la sidrería de La Bombilla (la de Popo), muy baratos. Pero siempre quedaba alguno para consumo doméstico. A la pesca de roca llevaban sacos vacíos de los de cemento y yeso, y regresaban con ellos cargados de andaricas, esquilas grandes, oricios, mundiates, percebes, o lo que fuera. Una mañana divisaron a “el Sordu” a lo lejos cargado con un gran bulto. ¡Rediez!, dicen los que le ven, ¡parece que trae el cadáver de un ahogado! Se corre la voz como la polvora. Cuando llega, los no pocos vecinos que le esperaban expectantes descubren el intrínguilis del misterio: Pedro había tenido la ocurrencia de quitarse los calzoncillos largos y usarlos como saco para poder traer la enorme pila de sardas pescadas.
Uno de sus íntimos amigos era Cándido García, el fotógrafo de Llanes por excelencia, quien le hizo en 1918 la conocida foto en la que se le ve bien plantado, cargado de centollos y andaricas, con su mostacho rotundo (ver página 25 del V tomo de la colección “La foto y su historia”). El día que le retrataron, Pedro regaló a Cándido todo el marisco que llevaba, y la familia del fotógrafo lo saboreó aquella misma tarde. La fotografía estuvo expuesta varios años a la entrada del estudio que tenía Cándido en la calle Egidio Gavito (págs. 14 del VI tomo y 6 del VIII tomo de “La foto y su historia”).
El confitero Francisco Menéndez Nachón -Pachín el de la “Auseva”- era también uno de sus grandes amigos. Todos los días a las siete de la mañana, Pachín iba a la casina del Barriu para dar con él una vuelta por San Antón antes de ponerse a trabajar; y en invierno, con el mal tiempo, “el Sordu” gustaba de meterse en el obrador de la confitería y entablar palique mientras ayudaba a pelar y moler almendras. Frecuentemente se les sumaba Tarrana, el llanisco que más veces aparece fotografiado en la colección “La foto y su historia”. Tarrana, que era geniudu y hablaba de un modo inintelible, se ganaba la vida como maletero de la estación del ferrocarril, y hacía recados para los de la “Auseva”. Quería mucho al “Sordu”.
En el Café  “Zahara”, donde hoy está la oficina del Banco Herrero, se organizaban durante los años treinta espectáculos dominicales con vedettes de plumas y lentejuelas. Pedro estaba siempre en primera fila. Más que imágenes de los hermanos Lumière, lo que le interesaba era “ver pierna” en vivo, por eso siempre solía preguntar: “¿Son de carne?” Cuando la respuesta era afirmativa, se frotaba las manos mientras decía a su esposa: “Aurora, tú no vengas, que pecas”.
Era también un gran aficionado a los toros. Con las perras que ahorraba limpiando chimeneas, iba a Santander el día de Santiago, y a Oviedo por las fiestas de San Mateo.
En la confitería “Auseva”, abierta en los años veinte con un aire de distinción vienesa, trabajaban dos de los hijos de “el Sordu”(quien, precisamente, había hecho el horno del nuevo establecimiento): Juan, que moriría en el Puerto de Tarna durante la Guerra Civil, y Chicho, que se ahogaría en medio de un temporal sobre el Cantábrico mientras regresaba a la villa desde Celorio a bordo de una yola fabricada por él mismo y bautizada con el nombre del “Titanic”, el día de la fiesta del Carmen, en 1934. Ninguno de los dos cadáveres apareció. Se supone que el de Juan fue enterrado en una fosa común, mientras que Chicho sería alimento de los peces.
En la maldita guerra, cuando bombardeaban los aviones nacionales, Pedro y su familia se refugiaban con los colchones a cuestas en la cuevona de Cue: una gruta profunda, larga y de techos altos como una catedral, que tiene su boca principal a la entrada del pueblo. La esposa de Pedro, Aurora, hija de Rufina García Noriega y de Víctor Bernot -un herrero y albañil, descendiente de una saga de metalúrgicos belgas traídos durante el reinado de Carlos III a las fundiciones de la Cavada, en Santander-, había nacido en la villa, como sus padres, y era algo sobrina de Carmen “la Monxa”, la maestra que enseñó las primeras letras a muchos niños llaniscos en su escuela de la Moría. En el libro de Manuel García Mijares sobre la historia de Llanes (en la página 523) se cuenta un hecho asombroso protagonizado por uno de los Bernot, que un día de 1830 se cayó desde gran altura cuando estaba pintando el techo de la iglesia parroquial, y milagrosamente no sufrió daño alguno.
Aurora, ya casada, zurcía la ropa de los marineros, trabajo que la mayoría de las veces quedaba sin pagar, dada la miseria de aquellos tiempos. De soltera había sentido la vocación de hacerse monja, y siempre se distinguió por su religiosidad. Cuando venía algún probe a pedir a casa, le hacía pasar dentro, le invitaba a acomodarse en el descansillo de la escalera que había hecho Valderrábano y le daba un buen platu de lo que hubiera. Y si las que picaban a la puerta eran monjas pedigüeñas, entonces se desvivía con ellas, y les decía: “Ustedes, hermanas, tienen que ser muy felices sirviendo a Dios así...” Le tiraba la mística y el fragor del apostolado, pero eso no impidió que fuera una buena esposa y una buena madre.
Del cuidado de la Capilla de San Antón (un pequeño templo del siglo XVII, que estaba cerca de la “Tijerina”, que concitaba cada 17 de enero una popular romería, al ritmo de la música del violín de Juan de Andrín o las pianolas de “el Monosabio” y de Isaac Garavito) se ocupaba la madre de Manuel Tamés, librero, fotógrafo y periodista (fue director y propietario de “El Oriente de Asturias”), y Aurora iba de vez en cuando a fregar los suelos de terrazo rojo. La capilla se convirtió durante la guerra en un refugio antiaéreo, y fue desmantelada en 1944. Parte del solado se conservaba bien todavía en los años 70. En aquellos años anteriores a la conflagración entre hermanos, Manolo Tamés –que tenía su papelería en un inmueble que ocupaba el sitio sobre el que hoy se levanta al “Hostal Peñablanca”, y que era muy amigo de componer dichos y veros- solía recitar: “San Antón era francés; San Antón a España vino; y lo que tiene a los pies San Antón, es un cochino”.


"¡PA CASA, BEATAS!"

Durante los casi catorce meses de dominio republicano, la comunidad cristiana, se vio privada de la posibilidad de cumplir con sus deberes religiosos, porque los templos fueron cerrados al culto. Aparte de las ceremonias privadas y clandestinas, al principio, durante un tiempo, se oficiaba Misa en “Villa Vicenta” (el palacio del “Coju la Guía”), hasta que alguien decidió suprimir de golpe esta libertad. Un día, Aurora y otras mujeres fueron recibidas irrespetuosamente por una caterva de paisanos de Llanes ataviados de mono azul y pañuelito rojo. “¡Ala pa casa, beatas, que se acabó lo de ir a Misa!”... Aurora bajó hasta casa y, dolorida y resignada, comentó el suceso con los suyos. Al día siguiente, de la que iba hacia el Puente, en las Barqueras (justo en el lugar que ocupa hoy uno de los dos quioscos de prensa), vio, aparcado como en una alucinación surrealista de André Breton, la estructura de nogal de uno de los viejos confesionarios de la iglesia... Y del interior de la caja, como una psicofonía, salió la voz de Ramón Corces (ex soldado de la Guerra de Cuba, ex guardia municipal, con negocio de ferretería en la planta baja de la casa del médico don José Sordo): “¡Mujeres, venid a salvaros, que yo os doy la absolución!”...
Todos los críos de la villa se volvían locos por estar con Pedro Pérez Villa. De natural bondad y de carácter siempre alegre y familiar, muchas noches después de cenar se ponía a bailar ante sus hijos el Pericote -danza que había prodigado él de joven, por las fiestas de la Guía, con las mozas de Cue- o la Purrusalda. Habían arrendado un huertín detrás del Palacio del “Coju de la Guía”, donde plantaban patatas y lechugas y guardaban un cordero, que se mataba por la fiesta de San Pedro. La familia se juntaba allí a merendar alguna vez con sidra del duernu comprada en el Cuetu a don Ramón Sánchez, a tres pesetas la botella.
Su sordera era consecuencia de la coz que le dio de pequeño un caballo. Sordo y todo, fue a la mili, destinado a Bilbao, donde aprendió a bailar la Purrusalda. Leía el movimiento de los labios cuando se le hablaba, fijándose con unos ojos de ardilla para enterarse de lo que le decían. La pérdida del sentido auditivo le jugó alguna mala pasada, pero le sumergió en un mundo de silencio que determinó, al fin y al cabo, su extraordinaria personalidad y le colocó en situaciones épicas “marca de la casa”, como éstas:
- Una vez le llevaron al Hotel Pelayo, en Covadonga, que era de Enrique Victorero, el  yerno de Pachín, para pintar la habitación frigorífica. A la hora de marcharse, alguien avisó a voces que iban a cerrar, pero él no lo oyó. Cuando ya venían los demás de regreso a la villa se dieron cuenta de que faltaba Pedro. Volvieron a toda prisa y abrieron la cámara, donde lo encontraron como un “parru” a punto de congelarse.
- En cierta ocasión, fue a pescar estando embarazada su esposa. Esperaban el parto para dentro de una o dos semanas, pero Aurora dio a luz aquella misma noche. Al día siguiente, cuando regresaba, todo el mundo, menos él, conocía ya la buena noticia. “Enhorabuena, Pedro. ¿Qué fue esta vez: críu o cría?”, le pregunta uno. El pensó que le estaban preguntando lo de siempre: que qué había pescado, y respondió: “Nada que preste, salao. Un triste pulpín  que en cuanto llegue a casa lu tiro al riveru por la ventana”.
- El diálogo sin retorno que mantuvo con un vecino tan sordo como él es también de antología: “Pedro, ¿vas a pescar?”, le pregunta. No, qué va. Lo que voy es a pescar, dice él. ¡Ah, bueno, es que creía que ibas a pescar”, redondea el otro, y ambos se separan tan contentos...
Esta vida de bonhomía, laboriosidad, simpatía y autenticidad llanisca se rompería bruscamente en 1948. A pie de obra, y a los setenta y dos años de edad, Pedro murió un día de agosto mientras cogía percebes entre Buelna y Pendueles en compañía de su hijo Víctor, la esposa de éste, Modesta, y un nieto, Enrique, hijo de María. Cuando les trajeron a casa la noticia de que se había ahogado, su hija Pilar se estaba lavando la cabeza para ir por la noche a la velada de la Portilla.
“En su penosa faena el afamado pescador fue alcanzado por una fuerte ola que le lanzó sobre las rocas, sufriendo graves lesiones que le hicieron perder el conocimiento y caer en el mar -informarían los periódicos-. Víctor se lanzó al agua, pero dada la dura marejada que existía le fue imposible rescatar el cuerpo de su padre, ya cadáver, para traerlo a la playa. Su hija política y su nieto comenzaron a pedir auxilio, acudiendo diversas personas que nada pudieron hacer por el infortunado, que seguía a flor de agua, sostenido por uno de los brazos de su hijo a fin de que no se sumergiera. Del puerto de Llanes salió una motora para recoger el cadáver y a Víctor, que se encontraba extenuado del sobrehumano esfuerzo realizado durante más de dos horas sosteniendo a su padre. La fatal desgracia ha causado en Llanes dolorosísima impresión por ser la víctima persona que gozaba de generales simpatías”.



DATOS PARA UN PERSONAJE

Pedro Pérez Villa, Pedro “el Sordu”

Albañil, pintor y pescador de roca. Uno de los personajes llaniscos más populares.

Nació en Ribadesella en 1876. Murió accidentado mientras pescaba en la costa de Buelna, el día 18 de agosto de 1948.

Hijo de Pelayo Pérez Cordera y de Concepción Villa Peruyera, “la Pelaya”.

Se casó en 1906 con Aurora Bernot García (fallecida en febrero de 1954).

Fue padre de diez hijos:  María, la mayor, nacida en 1907, que tuvo la Mercería “Enpe”;  Pelayo; Lola, que vivió en Madrid; Juan, que murió en la guerra;  Jesús, Chicho, desaparecido en la mar en 1934; Víctor, albañil emigrado a Bayona (Francia); Carmen, casada en Cevico de la Torre, provincia de Palencia;  Pilar, la de la tienda de comestibles “La Pilarica”, en la calle Mayor;  y Pedro, pintor, miembro de la legendaria pandilla de Arriarán y se estableció desde muy joven en San Sebastián. Aurora tuvo además  una hija que murió casi recién nacida (Blanquina).

(“El Oriente de Asturias”, 7 de marzo de 1997)



Con su esposa, Aurora Bernot,
hacia 1947

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